TODA
república que se precie democrática, como la nuestra, está obligada a garantizar
a los nacionales -sin distingo alguno- los derechos fundamentales de la vida, de
la libertad y del respeto al derecho ajeno. El de la propiedad privada. Esa es
la razón por lo cual hoy en día los pueblos eligen gobiernos no monarquías, parlamentos
no aristocracias.
Cuando
se violan esas responsabilidades constitucionales, los ciudadanos tienen la
obligación moral y política de oponerse y de exigir su cumplimiento; por cuanto
se atenta contra los sagrados derechos humanos. Derechos que son irrenunciables e
innegociables, no transferibles bajo ninguna circunstancia y razón. Mientras
mayor conciencia se tenga de ellos, mayores posibilidades para contar con un mejor sistema de vida
seguro, justo y libre.
Nada más temible, destructor y desestabilizador
que los gobiernos populosos. Vendedores
de esperanza. La historia de América Latina ha estado plagada de estos fariseos
de la política de bien común. Detrás de sus promesas inviables e insostenibles,
siempre ha privado un objetivo central: la preservación del poder y la
hegemonía política a través de la
popularidad entre las masas.
Venezuela no ha escapado de la secuela de este
flagelo socio-político, tal vez sea ésta la razón del por qué nuestra nación no
ha logrado progreso y desarrollo
nacional sustentable, a pesar de la inmensa y variada riqueza natural que seguimos
teniendo.
El
líder populoso se caracteriza por lograr un encantamiento mágico y metafórico
con las multitudes, en especial con las clases más vulnerables. Lo hizo Carlos
Andrés Pérez en el siglo pasado, después
Hugo Chávez Frías en el actual. Todavía tenemos
frescos los ofrecimientos de su campaña electoral de 1998, como los de terminar con los niños de la calle y la de
renunciar en 6 meses si no lo hacía; la de convertir la bases aérea
“Generalísimo Francisco de Miranda”, conocida como aeropuerto de La Carlota en
un parque temático con olas artificiales; la de gobernar por solo 5 años; no
cerrar ningún medio de comunicación; “El
río Guaire será limpiado bajo mi gobierno y los caraqueños podrán navegar en
él; Invito a todos a bañarnos en el río Guaire”; convertir a Miraflores en una
Universidad; dar continuidad al proceso de privatización de las empresas
públicas; eliminar varios ministerios, reduciéndolos a un número máximo de 11
(hoy hay más de 30); no caer en "la tentación de devaluar la moneda para
resolver el déficit fiscal"; "limpiar a Venezuela de la corrupción y
hacer un piso nuevo para el país"; el combate a la inseguridad con brazo
de hierro; “los hospitales serán dotados con los insumos necesarios y
contaremos con la mejor estructura de salud en el continente”.
Con la llegada de Nicolás Maduro, éstas como
las nuevas ofertas siguen en pie; sin
embargo, dejaríamos de ser objetivo si no reconociéramos que el encantamiento chavista se mantiene vivo,
una mitad de la población sigue creyendo en ellas.
Inexplicable, a pesar de que el régimen persiste
en la reducción y limitación de la libertad de las personas, mantiene bajo control
los poderes públicos, hay una corrupción
galopante, una inflación alta de dos dígitos, una inseguridad incontrolable que
al año deja más de 20 mil muertos, una escasez de alimentos y productos de todo
tipo, importando materias primas, gasolina y petróleo.
La conexión con las clases populares sigue
siendo la misma, se sigue jugando con las pasiones, las ilusiones y los ideales
de la población prometiendo lo imposible, aprovechándose de sus necesidades, tomando
decisiones sin lógica y sin razón que en nada favorecen para atacar las causas estructurales de la crisis
económica, moral y ética que se vive. La
estrategia de la lucha de clases, continúa firme para hacer creer que los
culpables de la miseria y de la pobreza son los ricos, cuya riqueza ha de redistribuirse
entre los pobres. Lo político sigue
privando ante lo económico. Entretanto, los desequilibrios macroeconómicos, la
baja del precio del crudo petrolero, están poniendo en peligro la
gobernabilidad y la democracia.
Las consecuencias de estos procesos de
masificación es la deshumanización del hombre y de la mujer. Al juicio crítico
se le trata de sustituir con reacción
afectiva. En fin, estas personas son capaces de todos los sacrificios por mitos
que le son impuestos y a los que se aferra emocionalmente, imposibilitando de
percatarse de la dimensión exacta de sus actos.
“Las políticas populistas que promueven las
divisiones entre los ricos y los pobres siembran la semilla de la inestabilidad
social y la destrucción económica”, Christopher
Lingle.
Presidente
del Ifedec, capítulo Estado Bolívar
@renenunez51
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